A los que detestan la política no les hará
gracia que la mezcle con los comportamientos que practicamos en el interior de
la familias, pero a su pesar, esas formas y métodos habrían de ser parte
inseparable y normas de conducta en la convivencia y practica politica.
En la familia, si es actual y si mas allá del
respeto entre todos sus miembros la autoridad de los padres es el resultado de
aceptar la experiencia que confieren los años, no hay normas o costumbres que
sean impuestas por unos en detrimento de otros, no hay decisión colectiva que
no sea fruto de la deliberación y el acuerdo, pues el razonamiento, la palabra
y la voluntad de entendimiento, como métodos de comunicación y de análisis son
la cumbre de la sensatez a la hora de mantener la paz y el bienestar familiar.
Con sus altibajos y con sus disensiones,
todos en una familia tratan de no alcanzar tiranteces que de persistir
anularían la placidez y la confianza reciproca.
Sin embargo, estando todos acostumbrados a
practicar tal filosofía en las relaciones familiares, pocos, por no decir
ninguno, la aplican en el terreno de las pequeñas o grandes familias que son
los diversos estamentos de representación política que en democracia a todos
debieran atender y respetar.
No conozco corporación municipal por pequeña
que sea en la que los intereses de la mayoría no se impongan desde las
conveniencias del grupo que gobierna,
despreciando y orillando, cuando no descalificando y condenando cualquier otro
planteamiento por el simple hecho de provenir de los otros, de los que con
ideas diferentes pueden aportar tanta o más razón que la aportada por quienes
por el simple hecho de estar en mayoría no gozan en exclusiva de mayor potencial
de razón.
Se me dirá que los votos dan y quitan
razones, ya que no otra es la práctica diaria a que nos han acostumbrado, pero
esa misma práctica demuestra que la obcecación partidaria, los intereses tan
ocultos como espurios que se imponen y, en el fondo, una genética
antidemocrática, han conducido al sistema democrático en general y
lamentablemente también al municipal, a expulsar a la razón y a la sensatez del
principal soporte en que habría de fundamentarse la democracia, el razonamiento
y la participación.
El resultado de esta degenerada costumbre ha
provocado que una importante parte de la ciudadanía haya caído en el
distanciamiento de las decisiones que a su vida afectan, en el rechazo a las
formas y el fondo, muchas veces corrupto, de la gestión política, y en la
contaminada resignación de ser ciudadanos solo un día cada cuatro años.
La democracia, incluida la municipal, esa que
habría de desvelarse por los servicios que, con los dineros de los ciudadanos,
les presta, está hoy día más pendiente de disponer de fondos con los que retribuir
a los que se dicen gestores de lo público
y a sus amigos, que en cumplir con los principios constitucionales que por
la ciudadanía les debieran ser exigidos con el rigor con el que ellos exigen el
cumplimiento de nuestras obligaciones como ciudadanos y contribuyentes.
Hoy es general el distanciamiento y rechazo
ciudadano a la degeneración de la democracia y por esta misma razón es
imperativo que en la base de la misma, la democracia municipal, la razón, como
potencia exclusiva del hombre, recupere la centralidad que jamás debiera de
haber perdido. Es cierto que las ideologías plantean visiones diferentes y
contrapuestas, tan cierto como necesario y conveniente, pero cualquiera de
ellas que realmente sea democrática ha de tener como solitario faro que alumbre
su camino el encaminarse al bien común.
Desgraciadamente hay quien solo diferencia el
bien del mal atendiendo a la posición que a derecha o a izquierda de la unidad
ocupan los ceros, de ahí el crecimiento del cinismo y de la mentira en la política.
Cándido Fernandez
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