En mi país imaginario,
por supuesto,
república de ciudadanos,
a la tristeza, amigo,
cuando existe,
la matamos a besazos.
Alfonso Torres. Granada 2012.
Poeta y republicano
Fue la Constitución de la II República la que rompió con el Estado unitario. Daba paso así al reconocimiento de entidades regionales autónomas que cabían en España siempre y cuando esa diferente España se pensara igualmente a sí misma de manera diferente. Hablar catalán o vasco o gallego no era “ladrar” sino expresarse en lenguas propias que cabían bajo un paraguas de identidad hispánica que no fuera una cárcel trazada por un españolismo rancio y caduco.
Fue el momento también de quebrar la bicameralidad, un reducto propio de democracias liberales tuteladas que precisaban de una cámara “alta” para que los de abajo, confinados en la cámara “baja” -y precisamente por estar allí los que venían de lejos y de bien hondo-, no subieran a donde no les correspondía. También zanjó de manera clara, ya en su artículo 3 que, “El Estado español no tiene religión oficial”. Por si no quedara claro, prohibía las órdenes que exigieran a sus cofrades un fuero al margen del Estado. Y con el coraje que nunca luego vimos,prohibió la posibilidad de que la iglesia se dedicara a la educación ciudadana (la enseñanza, dice su artículo 48, será laica). Y, por supuesto, esa iglesia históricamente exenta de tributación, tenía que pagar, de manera religiosa, impuestos.
El artículo 46 reconocía unos derechos a los trabajadores que hacen palidecer de vergüenza a quien compare su alcance con el de la Constitución de 1978. De la misma manera, se reconocía la supeditación de la riqueza al interés nacional e, incluso -artículo 44-, toda la riqueza, si así se entendiera para el bien de la nación, podría ser “socializada”. Sin cortapisas ni artículos reubicadores -como el 53 de la Constitución de 1978- que quitaran el valor de derecho positivo de estos reconocimientos.
Como no podía ser de otra manera, en el artículo 25 se advertía que el Estado no reconocía validez a ningún título nobiliario. La aristocracia, la nobleza, la monarquía iban al basurero de la historia. Junto con toda la inmundicia creada durante siglos. Nada baladí, pues ese es el hilo que recoge todos los elementos anteriores: porqueni laicidad, ni democracia, ni redistribución de la renta, ni federalismo, ni enseñanza pública de calidad, ni madurez popular son compatibles con la existencia de un rey, símbolo del privilegio, del centralismo y la tutela religiosa, de un sistema político asentado en las élites. Un régimen, necesariamente antiguo, incompatible con el ahondamiento democrático acorde con los tiempos.
La República, con su color morado, se convirtió en la bestia negra del antiguo régimen. Desde el primer día, el 15 de abril de 1931, la jerarquía eclesiástica conspiró para tumbar el régimen que la colocaba donde le correspondía. El rey y los monárquicos hicieron otro tanto. Los empresarios rentistas de la atrasada España, contrarios a cualquier derecho de los trabajadores o a cualquier intento de crear una economía democrática, escogieron desde el primer momento su bando de sedición. Y los militares, al margen de aquellos pocos que pensaban en Riego y lo sentían un valor propio, optaron por la mentira fácil y firmaron con promesa de sangre que pertenecían a una estirpe de gigantes. Ausentes de autocrítica por no haber sido capaces de ganar ninguna batalla fuera de su propio suelo y que no fuera contra su propio pueblo; depositarios de las esencias de una España imperial cuyos ejércitos campaban por Flandes o por Caracas en nombre de un dios castizo; más cercanos a las gestas marianas y cristeras que a la modernización tecnológica y organizativa, empezaron a hacer suya la advertencia falsa del “prefiero España roja que rota”. De momento. Hasta el 18 de julio de 1936. Entonces, decidieron que había una antiEspaña. Que era roja. Y que, por reclamar identidades complejas, rompía España. Que la derecha nunca ha sido amiga de la complejidad.
España no tuvo elecciones municipales hasta 1979 (las primeras generales fueron en 1977, pero eso de preguntar en la cercanía…). Quisieron esperar a que estuviera lista una Constitución que blindara la figura del monarca, el que fue elegido por Franco como su sucesor en 1969 (“y espero que con este nombramiento, todo quede atado y bien atado”). No fuera a ser que, otra vez, vinieran sorpresas, como el 14 de abril de 1936. No fuera a ser que, en las grandes ciudades -como luego ocurriría-, ganasen los republicanos. Que el diseño era otro. El sistema electoral estaba pensado para que los núcleos rurales y las pequeñas ciudades, ambos sobrerrepresentados por un sistema electoral emanado del franquismo y aún hoy vigente, compensaran a los sectores socialistas, comunistas y anarquistas hegemónicos en las grandes ciudades. Transición sí, pero dentro de un orden. El que tenía que garantizar la monarquía. El que iba a transitar de la ley a la ley. El que iba a dejar indemne a, por ejemplo, el Tribunal Supremo. Que le pregunten a Garzón.
De la misma manera, el Concordato con la Santa Sede se fraguó antes de la aprobación de la Constitución -y fue negociado, desde la parte del Estado, por sectores de obediencia religiosa-. Y para evitar que la izquierda ganara en Cataluña, trajeron a Tarradellas, para que dijera que ya estaba allí. Y si ya estaba Tarradellas ¿qué falta hacían los rojos, aunque fueran más? El diseño, entre tropiezo y tropiezo, iba funcionando.
La quiebra de la Unión Soviética y las claras falencias de la democracia liberal, resucitaron la discusión en Europa sobre el republicanismo. Una manera de entender lo político guiado por la libertad, la justicia y la virtud pública. Pero en España no podíamos atender esos decursos. La democracia posfranquista, la segunda restauración borbónica, venía, obviamente, con monarca. Los franceses celebraban la toma de la Bastilla y la decapitación del rey. Eso hacía de su democracia una democracia de ciudadanos. Ningún poder por encima del pueblo. Aquí, por el contrario, eran los reyes los que ejecutaban a los patriotas, como hizo Fernando VII con los que lo regresaron al trono para, sin saberlo, permitirle abolir la Constitución de Cadiz de 1812. La misma que su descendiente alaba como si no hubiera pueblo. En España, nunca hemos cortado la cabeza a ningún rey. Sólo un aspirante -al que Franco había alentado casándolo con su nieta, por aquello de jugar siempre con dos barajas- se decapitó esquiando. Pero eso, dicen los historiadores, no tiene virtudes ciudadanas ni incrementa la conciencia cívica, más allá de lamentar el deceso e invitar a la prudencia. La conciencia republicana sólo avanza cuando hay voluntad transformadora.
Los lodos de la democracia española son los barros de una transición que venía vestida con corona y manto para evitar vestirse de democracia. No hay disparate que no remita a la Zarzuela. La corrupción -¿han contado cuántos amigos de caza del rey han pasado por la cárcel por corruptos?-. La especulación inmobiliaria -¿pero dónde se creen ustedes que Urdangarín aprendió a ser sospechoso de ladrón en tan poco tiempo? Los privilegios de la iglesia -¿es que puede haber monarquía sin iglesia o iglesia sin monarquía? La criminalización de las protestas -¿Cómo se va a permitir que el pueblo se acostumbre a expresarse con libertad sin que, tarde o temprano, termine por preguntarse cómo es eso de que algunos son en España reyes y otros -la práctica totalidad- simples plebeyos? Las dificultades ligadas a la disparatada estructura territorial española -¿o es que el café para todos, que generó nichos políticos para partidos absurdos e identidades deliradas, no tenía detrás la imposibilidad de una España federal que prescindía, por definición, de cualquier monarca? La falta de cultura política transparente -¿O es que no celebró la propia prensa monárquica a personajes como Sabino Fernández Campos precisamente por ser un gran encubridor de las aventuras -amnistiables o no- del rey Juan Carlos-? La sumisión a Europa -¿Pero cómo vamos a hablar de tú a tú a Alemania, Francia o Italia teniendo un rey de carabina política? (Y que nadie mencione a Inglaterra, que allí también se deslizó el hacha del verdugo). La falta de memoria histórica y la falta de reconocimiento a los asesinados por defender la democracia en 1936 -¿pero cómo vamos a abrir causa al franquismo para honrar a lo mejor de la historia de España, el antifranquismo, sin tocar necesariamente a la monarquía?
Etcétera, etcétera, etcétera…
Anda España haciendo chistes por la desgracia de un niño que no debiera jugar con escopetas. Es muy propio de esta España intrascendente hacer chirigotas para ahorrarse tomar decisiones. Que la ley caiga sobre la responsabilidad que corresponde. Aunque los juicios a la casa real van a salirnos muy caros. ¿No se podría descontar este gasto de la partida asignada a la Casa Real?
Como decíamos, pueblo amante del requiebro. Con las amenazas que penden sobre el Estado social y democrático de derecho, más valdría cambiar la guasa por la reflexión. ¿Cuándo va a estar madura la democracia española? No hace falta guillotina alguna en la Puerta del Sol. Bastaría con entender por qué a la República y a los republicanos exiliados españoles se les venera fuera, mientras que aquí se les denosta como delincuentes. Bastaría con entender de una vez por todas que el ADN de nuestra democracia está en el antifranquismo y no en una transición relatada como una gran gesta heroica por mentirosos carentes de honestidad intelectual. Bastaría con atrevernos a votar en algún momento con el coraje con el que se votó en 1931 en las grandes ciudades españolas. Bastaría con tener el coraje para no aceptar como ley aquello que no se nos ha consultado.
Bastaría con atrevernos a asumir las virtudes republicanas.
Y, luego, sacar las conclusiones adecuadas.
* Juan Carlos Monedero es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Complutense de Madrid y director del Departamento de Gobierno, Políticas Públicas y Ciudadanía en el Instituto Complutense de Estudios Internacionales.